Portugalera
Acracia miraba por la ventana. Fuera hacía frío. Sus ojos se perdían en las montañas que se adivinaban tras la niebla. Su hija ha venido a pasar los días de Navidad con ella. La casa ha dejado de ser un lugar tranquilo, silencioso y solitario, para estar habitado por voces infantiles, risas, llantos y por supuesto alboroto, que altera a la anciana; pero que echa de menos cuando se van.
—Abuela, cuéntame otra vez la historia del café.—Insistía Antonina a una abuela pensativa.
Antonina es la nieta mayor, tiene 9 años y le encanta escuchar hablar a su abuela.
—Antonina, esa historia ya te la sabes. ¿Te cuento otra?—Le contesta Acracia a la pequeña.
—A mí me gusta la del café. Mañana me cuentas otra diferente—Insiste la niña.
—Está bien. Se me está ocurriendo una idea, como te gusta tanto esa historia, cuando vengáis en verano vamos a hacer la ruta “portugalera” todos juntos, ¿qué te parece?—Acaba claudicando, mientras ve la ilusión de su nieta con la idea de la excursión, comienza su historia.
Era algo mayor que tú, la primera vez que mi madre me pidió que le acompañase. Era de noche, ya que nadie nos podía ver salir del pueblo. Temblaba, no solo de frío. Los nervios tomaron la voluntad de mi cuerpo. De la mano de mi madre hice la primera parte del trayecto. Me soltó para ponerse bien el pañuelo de la cabeza y olvidó volver a cogerme de la mano. Yo tampoco se lo pedí, me sentía mayor. Tras varios kilómetros andando, mis pies empezaban a protestar. En un momento, Dídimo me pasó las riendas del burro que nos acompañaba. Mi pequeña mano apretaba el corcel de cuero al que estaba atado. El silencio hacía daño en los oídos, solo alguna rama quebrándose a nuestro paso rompía ese mutismo.
Dídimo se adelantó, el resto seguimos a un ritmo lento. El sonido del ulular del búho nos indicó que el último tramo estaba despejado. Todas sabíamos que no había ningún búho en esa época del año, pero era mejor señal que la de ponerse a silbar. Al llegar a una pequeña explanada, escuché un murmullo y el sonido de papel y monedas. El intercambio se estaba produciendo. Tras un tiempo que a mí se me hizo eterno, nos pusimos de nuevo en marcha. Esta vez las pisadas se escuchaban más pesadas que antes. Mi madre me colocó una especie de mochila en la espalda y allí metió varios paquetes de café. Aunque yo estaba acostumbrada al trabajo duro, aquel macuto pesaba mucho. Íbamos calladas intentando hacer el menor ruido posible. Hasta el burro que también llevaba una gran carga parecía respirar más bajo. Un chasquido más fuerte de lo normal hizo que nos parásemos y agudizásemos los oídos. Unos pasos rápidos nos confirmaron lo que ninguna quería siquiera sospechar, la guardia civil andaba cerca. Dídimo tiró de las riendas del borrico y se desvió por el monte. Alguna le siguió, otra se dieron la vuelta con premura. Otras como mi madre y yo seguimos adelante por el camino. El corazón me latía tan fuerte que tenía la sensación de que se podía escuchar en varios kilómetros a la redonda. Algo más tranquilas después de caminar un buen trecho sin que nadie nos diera el alto, bajamos un poco el ritmo en la caminata. Al girar en una gran encina nos sorprendieron cuatro sombras con tricornio.
—¡Alto a la Guardia Civil!—Gritó uno de ellos.
A mí me subió por la garganta la cena de hacía ya muchas horas.
—¿Qué tenemos aquí? Parece que estas señoritas se han perdido de noche.—Dijo otra voz, pasando por nosotras el haz de luz de la linterna.
—¡Vaya, vaya! Son unas jóvenes muy hermosas, y parece que vienen muy cargadas—Siguió diciendo con cara de lujuria.
—Buenas noches, agentes, nos dirigimos a casa, venimos de visitar a unos familiares en el otro lado.—Dijo mi madre con una voz temblorosa.
—¿Y por eso viajan de noche?—Respondió el de la Benemérita.
—Se nos hizo muy tarde, tras la cena mi tía insistió en rezar un rosario por mi madre, fallecida recientemente…—Bajó los ojos y ganas le daban de cruzar los dedos mientras pronunciaba esas palabras.
—Muy bien y supongo que esos paquetes son regalos de la familia, ¿no?—Contestó el Guardia pasando la mano por el cesto que llevaba mi madre.
—Sí, señor—Contestó apretando los dientes.
—Al ser la primera vez que las vemos por aquí con estos presentes, les vamos a dejar seguir su camino, eso sí, para que no se les haga tan dura la vuelta les aliviaremos el peso—Dijo en tono burlón—Vayan dejando los bultos aquí, y dense prisa en llegar a sus hogares para descansar antes de iniciar las tareas del día.
Mi madre con la rabia contenida dejó su canasto y me quitó el mío, colocándolo al lado.
—Muchas gracias, señores. Es verdad así podemos ir más ligeras—Pronunció con una sarcástica sonrisa en la boca.
Me tomó de la mano con más fuerza de la que pretendía, e iniciamos de nuevo el camino. Detrás escuchábamos risas y algún comentario.
—Sargento, la próxima vez nos quedamos con algo más que la carga. A mí la chiquilla me ha puesto cachondo…—Escuché sin entender del todo lo que significaba, pero un escalofrío me recorrió la espalda.
—Abuela, ¿qué pasó al llegar a casa?—Pregunta Antonina, como si no supiera el final.
Al llegar, mi madre estaba enfadada por la pérdida de la mercancía. Entonces yo metí la mano debajo de mi falda y de entre las polainas saqué un paquete de café y otro de azúcar. Mi madre me miró con los ojos como platos y la boca abierta. Su cara se transformó, con una sonrisa que le llegaba a los ojos, introdujo su mano bajo la falda y de allí sacó dos paquetes de café y un cartón de tabaco.
—Síííí, lo sacó de las bragas.—Gritó la niña con alborozo.
—Antonina, ¡Por Dios! Ya te he explicado que mi madre, debajo, llevaba una especie de falda con bolsillos. Yo no tenía eso, pero llevaba polainas, no metí el café en las bragas—Dijo riendo Acracia.
Me ha sacado una bonita sonrisa y que vivan las mujeres
ResponderEliminarGracias por este ratito tan bueno que me haces pasar los lunes 😃