Algo que esconder
Ella, con la sonrisa en la boca, estilosa como nadie; con falda o pantalón siempre elegante. Maquillaje sutil. Perfumada con ligeros toques de sándalo. Sencilla, pequeños pendientes, una minúscula gargantilla, y unos dedos largos sin adornos. En su muñeca izquierda lleva lo que rompe ese tono discreto y elegante; una pulsera de cuero, más bien ancha, sin marcas, anudada con dos correas.
Ha quedado con quien hace que su corazón revolotee en su pecho. Llevan tiempo tonteando, conociéndose y compartiendo muchas charlas. Aún falta mucho por compartir.
Él, alto, con menos pelo del que le gustaría, de complexión fuerte. Viste con elegancia, pero sin ostentación.
Dos besos sin ruido en las mejillas, es todo su saludo. Ambos, nerviosos, se sientan tras pedir dos cafés y un pincho de tortilla, que pretenden compartir.
Ubaldo, algo más lanzado, al fin rompe el hielo y posa su mano sobre la de ella, rozando sin querer la ancha pulsera.
Elara retira la mano por instinto. Hay algo que su elegancia oculta, que le cuesta compartir y no podría hacerlo con quien le tiene ilusionada.
Él con delicadeza le toma esa mano que tanto esconde, sin dejar de mirarla a los ojos. Nota su temblor. Sus ojos son dos cuarzos ahumados, con lágrimas asustadas.
Con suavidad, sus manos rodean la muñeca huidiza, para desatar lo que él presiente como un grillete de su pasado.
—Confía en mí. Lo que ocultas con vergüenza, yo lo conozco —susurra con todo el cariño que es capaz de transmitir.
—No entiendo. Nadie ha visto mi infamia—dice con voz temblorosa.
El brazalete cae encima de la mesa, desnudando su muñeca.
Ubaldo arropa esa desnudez con sus manos, sin dejar de estudiar el color de sus ojos, que van oscureciéndose cada vez más.
—Elara, lo sé. Yo estaba allí. No hay por qué ocultar nada —le declara acariciando con ternura su mano.
—¿Ya sabes de mi cobardía? —exhala llorando.
—No hay cobardía en tu vida. Eres la persona más valiente que conozco. Solo tengo pequeñas pinceladas de tu vida, pero hay que ser de una pasta especial para no sucumbir. —Diciendo esto, abre sus manos; voltea la suya para mostrar dos líneas blancas cruzando su muñeca.
—Pero… No lo hice. No pude acabar con mi vida, cuando la vida había acabado conmigo. Me faltó el valor. —Dijo con congoja.
Ubaldo posó su mirada en las cicatrices; con cuidado deslizó sus dedos índice y corazón sobre ellas. Elevó despacio los ojos para fundirlos con los de Elara.
—Esto es la prueba de que eres la cobarde más valiente que conozco.
Elara abrió los ojos como si de pronto despertase de un sueño.
—¿Has dicho que lo sabes y qué estabas allí? —Pronunció sería y sorprendida.
—Sí, allí estaba. Vi como lo hacías. No veas qué impotencia sentí, al no poder sujetar aquel cuchillo —dijo bajando por primera vez la mirada.
—No entiendo, esto sucedió hace mucho tiempo y muy lejos de aquí. —dijo señalando las marcas.
—Lo sé, sucedió hace 10 años, en Córdoba—Le dijo con un amago de sonrisa—Te preguntarás qué sé y cómo. Yo te cuento, tranquila. Hace esos años, fui a pasar unos días a casa de un primo cordobés; por las tardes recorríamos la ciudad… Y los bares—Esto lo dijo guiñando un ojo y tomándole de nuevo la mano. —Por la mañana prefería descansar, lo hacía leyendo, sentado en el balcón de una calle estrecha. Desde el primer día me fijé en una terraza que siempre estaba abierta. Era en frente, pero un piso más abajo, por tanto, podía ver, y si los ocupantes no levantaban la vista no me veían. Allí te vi. Salías a fumar a menudo. Te temblaban las manos. Con frecuencia te enjugabas las lágrimas con la manga. Eras una persona destrozada, se notaba de lejos. Un día te vi llorar; oía tus gritos desesperados y entonces pasó. Un pequeño cuchillo acarició tu muñeca; de inmediato lo arrojaste lejos. Vi pequeñas gotas de sangre. Me levanté para gritarte, pero desapareciste. Al día siguiente me crucé contigo en la calle. Nunca vi unos ojos tan tristes.
—¿Te enteraste del motivo? —Le preguntó agobiada.
—No, nunca supe nada. Le pregunté a mi primo si te conocía, pero él no sabía ni que existías. Cuando hace un par de años coincidimos en el trabajo, me costó ubicarte en mi memoria, pero al fin, te reconocí. No me atrevía a hablar contigo. El tiempo y el trato consiguieron lo que tu timidez no lograba. Aquel episodio lo relegué al pasado; quería conocerte ahora, en tu presente y en el mío.
—Me gustaría compartir aquello, aunque me duele. Quizás si conoces todo, ya no quieras hablar conmigo. No obstante, prefiero que lo sepas por mí, ahora. —Le dijo Elara con la voz más firme que sus manos.
—Adelante, te escucho —contestó él mientras tomaba un sorbo de café.
—Unos días antes de que tú me vieras con aquel cuchillo, me había enterado… Mejor te cuento desde el principio. Mi marido y yo vivíamos en Córdoba. Mi amiga tenía que viajar por trabajo a Argentina y su pareja estaba también en el extranjero. Así que me ofrecí a quedarme con Sofía. Lo pasamos muy bien, aunque los últimos días la noté distante, triste y retraída; ilusa de mí pensé que era porque se le acababan las vacaciones y su madre volvía. Unos días más tarde mi amiga me llamó llorando; su hija le había contado algo que era difícil de creer. Sofía, de 13 años, estaba embarazada. La niña decía que mi marido era el culpable. Al principio le defendí. Me enfadé con mi amiga, hasta que vino la policía y lo detuvo. Las pruebas decían que, en efecto, mi esposo dejó embarazada a la niña, es más, en su ordenador encontraron cientos de fotos de niñas desnudas. —Aquí la voz se le quebró.
—Es su responsabilidad, no la tuya. Él es el abusador. —Le dijo algo más fuerte de lo esperado.
—Mi amiga dejó a su hija a mi cargo, y mi marido abusó de ella. No podía dejar de sentirme culpable. Me odiaba ella, y me odiaba yo. Sentía tanto dolor, vergüenza, impotencia… Además, cuando mi familia se enteró, solo me decían que cómo era posible que no supiera nada.
—¿En serio? Pero, ¿cómo ibas a sospechar algo así?
—Exacto, nunca me lo hubiese imaginado. El día que no fui capaz de acabar con todo, mi amiga me había llamado diciéndome cosas horribles. Ya no podía más, era mejor desaparecer, pero no pude… —Acabó de contar entre hipidos.
Las manos de Ubaldo volvieron a apretar las de ella; con mucho cuidado le izó la cara, poniendo su dedo índice debajo de la barbilla.
—Aquello no fue culpa tuya. Él, y solo él, fue el responsable. Nunca jamás lo olvides. Aquí voy a estar para que ese pasado se quede allí. Tienes mucho por vivir y me encantaría que lo compartieras conmigo. —Diciendo esto se acercó poco a poco a sus labios y probó su sabor por primera vez.
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