El hermano

Las luces azules que pintan las fachadas solo auguran drama. Uniformes entrando y saliendo de lo que hace unas horas era un hogar completo.

Evaristo lleva la mirada fija en la carretera, el paso de las líneas blancas le relaja. Parece imposible que un niño de apenas cuatro años, sea capaz de hacerle perder la paciencia. Sin embargo, en cuanto monta en la moto, toda la tensión acumulada se esfuma.

Mientras, en su casa, Edita lidia con el pequeño Lander. Su principal objetivo diario es mantenerlo vivo, sí, eso es; el niño parece empeñado en abrirse la crisma al menor descuido del adulto que lo acompañe.

La velocidad de la moto le permite olvidarse de todo, es tal la concentración que en su cerebro no cabe otra cosa que el placer de tomar cada curva.

Lander está empeñado en jugar con el caballito de madera, pero quiere hacerlo subido en la cama. Con un esfuerzo hercúleo arrastra el balancín hasta el borde de la cama. El juguete pesa demasiado para izarlo a pulso, por lo que pone algún cojín y va poniendo encima su caballito hasta que lo puede subir sin problemas en la cama. Con una sonrisa triunfadora, acomoda el pequeño jamelgo en medio del lecho. Se dispone a montar cuando Edita corre para evitar la inminente caída.

El puerto elegido tiene las curvas muy cerradas. Apenas hay tráfico, aunque sin que él lo sepa, un camión recorre el mismo camino en dirección contraria. Su vista puesta en el asfalto no le hace presagiar el peligro que se aproxima dos curvas más adelante.

El grito de la madre ha asustado al niño y en compensación le regala un llanto estridente. Edita intenta controlar a su hijo. El niño siempre ha sido movido, aunque desde que nació su hermana, la hiperactividad se ha multiplicado. Además de vigilar que Lander no le haga daño. Ya ha tenido algún susto. No por maldad, sino todo lo contrario. La abraza sin controlar su fuerza, o intenta jugar con ella echándole encima cualquier cosa.

En la siguiente curva se acomoda en el asiento y desacelera levemente al entrar en la curva para darle gas en la salida. Una gran mole de hierro se le viene encima, pero con la pericia fruto de la experiencia, la esquiva; aunque sintiendo demasiado cerca el calor del camión.

Lander se ha olvidado ya de su última travesura. Ahora quiere jugar con su hermana. Aprovecha que su madre ha entrado en el baño, para colarse en el cuarto de la pequeña. La mira, acercándose y metiendo su carita entre los barrotes de la cuna y extiende su brazo para tocarla sin conseguirlo. La niña parece intuir la presencia y se remueve. Lander salta de alegría, ya que podrá jugar con su hermana. Acerca una silla a la cuna. Agarra la excavadora que le regaló Papá Noel, con una mano, usando la otra para trepar. Alza el juguete por encima de su cabeza cuando su madre lo atrapa a pocos centímetros de la cara de la pequeña. Los gritos del Lander invitan al bebé a acompañarlo.

Edita resopla, ya no puede más. Echa de menos el apoyo de su marido, pero ya sabe que no puede con las rabietas de Lander. Aunque estar con los dos niños, ella sola la supera. Lleva un tiempo muy nerviosa, apenas puede conciliar el sueño y cuando por fin lo consigue es agitado y escaso, ya que el llanto de alguno de sus vástagos la reclama.

Evaristo baja la velocidad hasta detener la moto en la orilla, con el corazón desbocado por la adrenalina, debido al susto sufrido. Se apea y toma conciencia de lo que ha estado a punto de suceder. En ese momento evoca a su familia. Su agotada y estresada mujer, su hiperactivo hijo mayor y la dormilona bebé... A una velocidad moderada recorre el trayecto que le separa de su casa.

Al entrar en su calle, le llama la atención unas luces azules. Según se acerca se percata de que están muy cerca de donde vive con su familia. No quiere pensar que todos esos coches de policía y la ambulancia tienen algo que ver con él.

Un agente le corta el paso, al indicarle que vive ahí, el funcionario habla por la radio con alguien indicando que ha llegado el padre.

Evaristo nota como su estómago se reduce a la mínima existencia y un sudor frío le recorre la espina dorsal.

Entra en su casa escoltado por dos uniformados. Quiere gritar, pedir explicaciones de lo sucedido, pero no le sale la voz.

Le invitan a sentarse en su propio sofá. Sin embargo, sin saber de dónde saca el valor y la fuerza, sale corriendo en dirección a la habitación de su hijo.

Allí no ve a nadie, zafándose de nuevo de los dos agentes que intentan retenerle, se dirige al cuarto de su hija, al llegar se para en seco, no entiende lo que sus ojos le revelan. Los niños están dormidos encerrados en la gran jaula que compraron para los perros que pensaban tener, justo cuando se enteraron del embarazo de Edita. Ahora se pregunta por qué nunca la guardaron o tiraron. La dejaron ahí a modo de mesa auxiliar, tapándola con una manta.

Si sus hijos estaban ahí encerrados, ¿dónde estaba su esposa?

Dirige una mirada interrogante a la persona que con suavidad le ha tomado del brazo.

—Su esposa los encerró ahí, imaginamos que para que no presenciaran lo que ella iba a hacer y además, no se hicieran daño. — le respondió a la callada pregunta.

— ¿Dónde está Edita? — grita volviendo en sí de repente.

Con calma y decisión se dirige hacia donde cada noche compartía cama con su mujer. Allí una cinta roja y blanca le impide el paso. Saltando la cinta policial entra en el baño. Al entrar, sus piernas comienzan a temblar, el rostro pierde el color, quedando tan lívido como el de su esposa, que está tumbada en la bañera repleta de agua rosada. Sus muñecas presumen de cortes profundos, de donde, hacía no tanto, manaba sangre que ahora se confunde con el agua.



Comentarios

  1. Madre mia que duro aunque sea muy realista el relato de hoy Gracias 🫂

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