Tarde de calor

 Con este calor lo único que me apetece es mirar por la ventana con un vaso que me refresque. Viendo pasar a la gente con ropa ligera y tomando un helado, recuerdo los momentos vividos con mis hijos, cuando tomar un helado era un lujo. 

Mi marido hacía doble turno para que ellos pudiesen disfrutar de un verano feliz, bueno, también ¿por qué negarlo? Para no aguantar los gritos infantiles, las peleas entre hermanos, tener que poner límites continuamente. Todo eso lo hacía yo durante el día. Cuando llegaba la noche con su beso de antes de dormir y un par de mimos ya era el padre perfecto. Conmigo, en cambio, todo eran reproches. El único momento que no gritaba enfadado era en la cama mientras sus movimientos rítmicos le aseguraban un relajado descanso. Descanso que yo aprovechaba para hacer la comida que se llevaría al trabajo el día siguiente. 

 Miro el vaso vacío en mi mano, con cuidado lo lleno de nuevo, esta vez el hielo es el protagonista. 

 Al morir mi marido, los niños ya eran mayores no me necesitaban. Quizá en pocas semanas les sea de nuevo útil. Mi nuera lleva en su interior la futura alegría de la familia. 

Dando pequeños sorbos al frío líquido, sigo ensimismada viendo pasar a la gente. Es raro, me parece ver un perro grande llevando la compra de su anciano dueño. 

—El mundo se está volviendo loco—Pienso, mientras me vuelvo a sorprender, al ver un payaso con botas de goma. 

 Me empiezo a preocupar, a mi edad ver cosas raras es un signo de alarma. Al volverme para coger el teléfono mi estabilidad se ve comprometida, por lo que me siento en la silla más próxima. Miro el vaso cuyo contenido aún está fresco, lo llevo a mis labios y el hielo parece espabilarme. Ya, bastante recuperada, recuerdo las fiestas de mi pueblo. Casi sin pensar comienzo a tararear un estribillo pegadizo. El timbre del teléfono estropea el momento. Parece mi hijo el que habla al otro lado del auricular, o puede ser mi hermano, tienen la voz muy parecida. 

—¿Qué quieres?—Le digo, tal vez con demasiada brusquedad. 

—Mamá, ¿estás bien?—Me contesta el que parece ser mi hijo. 

—Claro que estoy bien. La noche estrellada es mi manto. 

—Mamá ¿Qué dices? Son las seis de la tarde. 

—Las estrellas me iluminan… 

Unas horas más tarde me encuentro en camisón en un box de las urgencias del hospital. 

—¿Qué tal está, señora?—Me pregunta un médico con cara de pepino. 

—Bien y ¿Tú?—Le contesto.  

Tras una serie de preguntas y después de hacerme mover los pies, las manos y hasta la lengua, escucho que le dice a mi hijo, me van a realizar unos análisis y dependiendo del resultado probablemente me hagan un escáner. 

 Después de varios intentos, orino en una especie de orinal con pico de pato. 

 La cara de preocupación de mi hijo me dice que a lo mejor sí, me pasa algo grave, aunque yo no me encuentro mal. Únicamente un poquito mareada y que al hablar se me traba algo la lengua, pero nada más. 

 El médico pide a mi hijo que salga, al volver su cara de preocupación se ha tornado en enfado y vergüenza. 

—¡Mamá, estás borracha!—Me dice algo más alto de lo necesario. 

 Yo, algo aliviada por no padecer un ictus, me encojo de hombros y sonrío. 

—Te invito a una copa para celebrar que mi coco está sano.—Le digo intentando reprimir una risa traviesa.




Comentarios

  1. Me ha hecho sonreír
    Me parece un relato divertido y alegre para empezar el mes Gracias

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Desilusión

Año nuevo

La aventura