Una caja de madera
Mi padre siempre tenía entre las manos un pedazo de madera. De ese inerte tronco salían todo tipo de piezas, desde mi primera peonza hasta la tabla de cortar la carne, pasando por la mesa del salón.
Hubo una temporada en que en mi casa se hablaba mucho de una caja. Yo no sabía de qué caja hablaban, pero cuando estábamos relajados en el sofá, ya después de todo el día faenando, salía el tema.
—Mujer, ¿es necesario? —Preguntaba a mi padre.
—Por supuesto que es necesario. —Respondía contundente mi madre.
—Tres dentro de una más grande — Explicaba mi padre moviendo las manos.
—Sí, cada una que se pueda sacar y meter. Con tapa, no te olvides de la tapa. —Le insistía.
Durante unos cuantos días iban dándose detalles de aquella misteriosa caja. Si alguno de nosotros preguntábamos, siempre era la misma respuesta.
—Son cosas nuestras.
Lo que sí sabíamos era la existencia de una puerta secreta en el taller de papá. La puerta era pequeña, aunque a los hermanos nos parecía algo grande para un ratón. Tenía el tamaño de la mano de nuestro padre, y se encontraba en la balda más alta del taller. Solo la podíamos ver si nos cogían en brazos. Yo con mi curiosidad insaciable hacía mil y una preguntas.
—¿Cuándo sale? ¿Qué come? ¿Por dónde sube?
La sonrisa de mi padre era para enmarcar, pero siempre me respondía, y yo me quedaba más o menos tranquilo ante sus explicaciones.
Lo más emocionante era cuando se nos caía un diente y aquel misterioso ratón lo recogía dejándonos una moneda a cambio.
El primer diente que el señor Pérez compró fue uno procedente de mi boca. Ninguno de los hermanos entendíamos para qué teníamos que dejar nuestro diente junto a un pedazo de nuestro queso favorito junto a aquella misteriosa puerta.
El carpintero me izó hasta el lugar donde tenía que depositar mis dos tesoros e indicándome que debía llamar con suavidad a la puerta, para que el ratón supiera que tenía que ir a la fábrica. Más tarde me enteraría de que tipo de fábrica.
Por la mañana emocionado y excitado me volvía a aupar y allí estaba, una moneda de las gordas y muy brillante.
—Claro que brilla, la acaba de fabricar para ti. —Me explicaba mi padre ante mi asombro.
Siempre me inquietó no poder ver al señor Pérez. Una vez mi atrevimiento para intentar verlo me costó caro. Asegurándome de que mis padres estaban ocupados en la otra parte de la casa, puse una mesa debajo de mi objetivo, encima de esta una silla y con gran esfuerzo me subí. Llegaba justo con la punta de los dedos a la pequeña manilla de la puerta. Estaba a punto de tocarla cuando un grito de mi hermano me sobresaltó y perdí el equilibrio. El chasquido anterior al intenso dolor me recordó al grito de los ratones. Esa noche dormí con el brazo escayolado. Al día siguiente en mi escayola había un claro mensaje. “Al señor Pérez solo se le visita si se le dejan dientes y queso. No se permiten visitas extras.”
¡Cuántos años han pasado de aquello! Aquel carpintero ha fallecido hace unos días y su mujer hace unos años. Recorro la casa y entro en el taller, instintivamente mi vista se alza a la última balda. Ahora no me parece tan alta. Extiendo la mano y abro aquella pequeña puerta mágica, con algo de aprensión. Hay un hueco, introduzco mi mano y extraigo una caja de madera. En la tapa con letras de color blanco pone: “Sr. Pérez”.
Sonriendo la abro y encuentro otras tres pequeñas cajitas, donde están los nombres de los tres hermanos. Tomo con cuidado la que pone mi nombre y al abrirla encuentro unos pequeños dientes amarilleados por el tiempo y una brillante moneda como recién fabricada.
Esa tarde comparto el tesoro con mis hermanos. Cada uno cuenta su versión de aquella magia que nos hicieron vivir, dos personas que nos amaron e hicieron soñar, incluso cuando ya no estaban.
Q bonito es vivir esa niñez llena de ilusión
ResponderEliminarGracias por llevarnos hasta alli
☺️Que bonito relato
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