Pepe

 

Son las fiestas del barrio. Hoy todo son risas. Rodeada de las chicas, mis amigas, todo es divertido.  Llevo puesto el vestido de los domingos y he estrenado pendientes. En el grupo se comenta el atuendo de cada una, aunque solo de pasada. Estamos más atentas a los chicos. Cada una tenemos echado el ojo a uno, aunque todas estamos locas por el mismo. Pepe, el chico rubio y de ojos claros que destaca de entre el resto de los chicos. Su sonrisa nos hace temblar, bueno me hace temblar a mí a las demás les hace babear.

Entre las chicas también hay una hermosura aria.  Charo, una chica alegre y simpática; su pelo dorado y sus ojos azules nos hacen pensar que sin duda harían una pareja perfecta. Estamos sentados en corro mirando la pulsera de hilos que Pili se ha hecho. Al volvernos notamos que los chicos están susurrando entre ellos.

La verbena ha empezado hace un rato y la música comienza a animarnos.  Todos bailan a lo loco, pero yo eso de bailar suelto no se me da bien. Tengo la sensación que están mirando como mi desmadejado cuerpo se bambolea hasta tropezar. A mí me gusta bailar agarrado. Eso que un día Sergio Dalma nos enseñó lo que era bailar. 

Sandalio es un chico con el pelo tan negro como el mío. Su piel tostada es consecuencia de las horas que pasa en la huerta con su padre. Viene en nuestra dirección riendo junto a Pepe, el guapo del barrio. Todas estamos expectantes de cómo invitará Pepe a Charo a bailar, aunque sea “suelto”. También nos intriga a quién se acercará a Sandalio. Yo tengo claro que no voy a bailar con él, el chico es majo, pero no me termina de gustar. Además, lo de bailar “suelto” no es lo mío.

 Al llegar a nuestro lado, Sandalio se dirige a mi amiga Adelfa para pedirle bailar. Estamos sorprendidos. Mi amiga con el rostro encendido y entre las risitas del resto le dice que sí. Entonces es cuando escucho en mi oído un susurro.

—¿Quieres bailar conmigo? —

Doy un respingo y me vuelvo para descubrir a pocos centímetros de mi cara, los ojos verdes que me traen loca.

—¡Eh! No, claro que no. —Le suelto sin más.

 Su semblante se entristece y sin intentarlo con ninguna otra se marcha cabizbajo. La música comienza a sonar y para mi espanto es un pasodoble de esos que se bailan bien pegados. Me muerdo el labio de rabia, miro a mis sorprendidas amigas.

—Yo creía que era bailar suelto— solo se me ocurre decirles. El remordimiento me durará años. Incluso cuando veranos más tarde lo veo con bastante menos pelo, de la mano de una morena.



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