Condena permanente

 Las dos amigas llevaban planeando la celebración hacía varias semanas. María no sabía que era lo que celebraban, pero su amiga estaba tan contenta y a la vez misteriosa que le había contagiado la emoción.  

Vergelia no había contado nada de su pasado. La razón por la que acabó en Ávila únicamente ella lo sabía. Al llegar a esta ciudad no conocía a nadie, tuvo que empezar de nuevo. Buscar trabajo y alojamiento fue lo primero en lo que invirtió sus esfuerzos.  En principio encontró una habitación en un piso compartido, lo que le ayudó a estirar el poco dinero que se llevó consigo. Al poco encontró trabajo en una pequeña tienda de telas y con esfuerzo pudo salir adelante. A María la conoció por un error en una factura, al ir a reclamar y ver el mal rato que Vergelia se estaba llevando, la invitó a un café cuando acabó la jornada. Fue el primero de muchos.  

María iba cargada con toda la compra que su amiga le había encargado. Se encontraron unos cuantos metros antes de llegar a casa de Vergelia y decidieron tomar una cerveza antes de subir a casa y preparar el banquete.  

—Oye, tengo las gambas aquí, lo mismo con este calor se estropean— Le dijo María. —¿Qué te parece si subo a tu casa, dejo todo en el frigorífico y de paso voy al baño? 

 —Perfecto, entretanto yo voy pidiendo las cervezas. ¿Tienes las llaves? _ dijo sabiendo que su amiga tenía llaves de su casa. “Por lo que pueda pasar”, le dijo el día que se las ofreció.  

—Para mí bien fría, ya sabes. —Se despidió, haciendo tintinear las llaves en su mano.  

Abrió la puerta con dificultad por la cantidad de bolsas que llevaba. Al subir la escalera notó un olor a tabaco de pipa que nunca había notado.  

—Algún vecino tiene visita —pensó mientras abría la puerta del piso de Vergelia.  

En la cerradura había algunos arañazos, pero no le dio importancia. El olor a tabaco de pipa le abofeteó al entrar. Eso, sí, le hizo sospechar que su amiga no le había contado algo. Lo achacó a alguna sorpresa de la celebración. Dejó la compra en la cocina, lo que necesitaba refrigeración lo metió la nevera, canturreando una cancioncilla que no se quitaba de la cabeza desde que se había levantado. “Por si acaso se acaba el mundo, todo el tiempo tengo que aprovechar” cantaba meneando las caderas dirigiéndose al baño. Lavándose las manos, sintió unas pisadas acercándose y al levantar la cabeza solo le dio tiempo a ver un jersey rojo y una pistola apuntándola.  


Vergelia había pedido las cervezas y unas rabas que sabía que a María le encantaban. En breve le contaría la razón de la celebración, que no era otra que el décimo aniversario de su huida del infierno. Le extrañaba que tardase tanto. El portal se veía desde donde estaba. Al mirar hacia allí vio una figura con un jersey rojo saliendo de su portal. Un escalofrío recorrió su espada ante el recuerdo que eso le provocó.  

La tarde anterior a su huida, su marido llegó a casa, vestía un vaquero y un jersey rojo. Llevaba las manos manchadas de barro mezclado con una sustancia rojiza. Desprendía un olor dulzón a tabaco de pipa, que en su día la conquistó, y a un hedor acre que no terminaba de identificar.  El terror se apoderó de ella a medida que le iba poniendo al día de sus últimos actos. La pesadilla se había materializado. Sus mejores amigos, una pareja con dos niños a los que Vergelia adoraba, ya no existían. Y ahora le tocaba a ella morir a manos del monstruo que los celos destaparon. El alcohol, el azar o el mismo Dios le dio la oportunidad de escapar de entre sus manos al caer y golpearse en la cabeza. Con la seguridad de que tenía pocos minutos metió en una bolsa de basura varias prendas, vació el joyero y se llevó el dinero que en ese momento el desgraciado llevaba en su cartera.  

Huyó sin decir a nadie donde iba, ni siquiera ella lo sabía. Y así viajó varios días, primero en autobús, luego algún coche que generosamente le llevaba lo más lejos posible. Finalmente, recaló en Ávila, una ciudad pequeña y oculta a miradas.  

Volvió al presente, su intuición le decía que algo no iba bien. Dejó las rabas y la cerveza sin pagar, ya que era conocida del local, prometiendo volver en un momento.  

Sus malos augurios se intensificaron con aquel olor al entrar en el portal. Con las piernas temblando, las manos sudorosas y el pánico en el alma subió las escaleras. La puerta de su piso estaba abierta, y un silencio pétreo se desprendía del interior. Vio las bolsas encima de la mesa y llamó a su amiga con un hilo de voz. Un sonido agudo y penetrante atronó en el momento que descubrió a María en el suelo del baño con un agujero en su frente y dos más en el pecho. A penas se dio cuenta de que aquel sonido había salido de su garganta.  

No recuerda nada más de aquel día. Ahora rememora aquellos momentos y otros anteriores delante de un jurado. Cerca está el animal que le robó la vida, aunque ella siguiera respirando. Él se enfrenta a pena de prisión permanente, pero ella ya está condenada para siempre. Su amiga de la infancia, junto a su marido y sus hijos y María, habían sido asesinados por aquel ser que no merece ser nombrado persona. El único delito que cometieron fue cruzarse en su camino, compartir amistad con ella.





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