Lela

 Lela, así me llaman. No siempre me ha gustado, pero es parte de mí y de mi historia. 

— ¡Esta niña es una lela!—Esto, dicho por mi padre, fue la primera vez que escuché esa palabra.

Yo me sentía orgullosa, mi papá me llamaba Lela. A mis hermanos no les ponía nombres diferentes a los que tenían. 

Más adelante me di cuenta de que no era un apelativo cariñoso. La "lela" no atendía a nada cuando estaba enfrascada en una novela. 

— ¡Lela! Pon la mesa, déjate de tanta historia fantasiosa. Ese grito me hacía volver a la realidad. Dejaba el libro con mucho cuidado de no perder la página donde iba. Ponía la mesa, cada plato, vaso y cuchara pensando en la historia de la que no terminaba de salir. No era consciente de que siempre ponía yo la mesa, mis hermanos seguían jugando a sus guerras, hasta que les llamaban para sentarse. Ya comiendo, me quedaba muchas veces revolviendo la sopa pensando en el protagonista de mi libro. En casa, ya no era solo mi padre el que me llamaba “lela”, todos acabaron llamándome así. Hubo un tiempo en el que lo asumí como nombre propio. 

Mientras fregaba los cacharros mis manos funcionaban solas, entre tanto en mi cabeza estaba el crecimiento del Imperio Romano o lo último que nos había explicado Don Andrés en clase de Historia. 

Mis padres se extrañaban de mis notas. Si yo siempre estaba alelada, no entendían que mis calificaciones fuesen altas. 

Acabé el instituto y Lela iría a la universidad. 

En casa nada había cambiado. Lela ponía la mesa, fregaba los cacharros, hacía las camas de todos. En la universidad comencé a salir los sábados con amigas. Era muy introvertida; sin embargo, coincidí con gente muy acogedora. A esas alturas ya me presentaba con el nombre de Lela, así evitaba malentendidos y burlas cuando mis hermanos gritaban entre pasillos —Lela, te esperamos a la salida.—

 Solo cuando hacían pública la lista de alumnos, mis compañeros se enteraban de que mi nombre es Eumelia. 

Pronto descubrí el placer de pasear por el campo. Así lo conocí. Me encontraba sentada mirando el atardecer, cuando alguien se colocó a mi lado. Si bien es cierto que me dio un buen susto, enseguida me tranquilicé. Primero al escuchar su voz y luego al reconocerlo. Era Melius, el chico callado y tímido que se sentaba tres filas detrás de mí, en el aula. 

— ¿Puedo? — Es lo único que dijo antes de sentarse a mi lado. Observamos como el sol se ocultaba entre los edificios de la ciudad, no sin antes regalarnos sus mejores colores. Aquel día fue el primero de tantos. Aquella temporada iba por la casa con una sonrisa en la boca, la que todos llamaban la sonrisa de Lela. Estaba enamorada. Él siempre mi llamó Melia. Él se reía al decirlo, explicando a aquel que quiera escucharlo el juego de palabras que tanta gracia nos hacía a los dos. 

—Es porque, Eu-me-lía. — Su sonora risa inundaba el ambiente. 

Llegaron los hijos. Ellos nunca me llamaron “lela”, ni me vieron como tal. No fueron contaminados por mis padres y hermanos. Llegó el primer nieto, ese que me alegró el corazón partido por la ausencia de Melius. Aquellas sonrisas y gorjeos. Sus primeros pasos y… Su primera palabra para llamarme.

—Lela. — Dijo señalándome con el dedo y mostrándome el par de dientes que habitaban su boca.

A partir de ese día fui Lela para todos. Sí, la lela Melia.

Me siento la abuela más orgullosa del mundo. Mi nieto me llamó a mí antes que a cualquiera. 

Ya nunca ha aprendido a decir bien la palabra abuela, y a mí ya no me importa. Las palabras son tan poderosas como nosotros queramos que sean.






Comentarios

  1. Buena reflexión Gracias Ha sido un regalo de relató Es para disfrutar leyendo y quedándome Lela

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