¿Un mal día?
Mi marido entra en la habitación, me mira desde el quicio de la puerta. Su mirada solo transmite incredulidad. Le sonrío con la cara llena de lágrimas. Se acerca despacio. Antes de sentarse a mi lado me quita lo que llevo en mi mano izquierda y lo deposita en el suelo. Eso hace que mi llanto se intensifique.
— ¿Qué ha pasado?—Me pregunta con cara de pasmo, más preocupado que otra cosa.
Mi congoja no me deja hablar. Él con la paciencia que le caracteriza espera a que me tranquilice. Poco a poco me voy serenando. Rememoro mi “estupenda mañana”.
Hoy el despertador no ha sonado a la hora acordada entre él y yo la noche anterior. Con ese inicio, el día no presagiaba nada bueno. Tras desayunar deprisa mientras los niños se vestían, les he puesto su desayuno metiéndoles toda la prisa que podía. Los chavales han desayunado y salido de casa a la carrera. ¡Menuda agilidad! Entretanto, he cerrado la bolsa de basura que ya empezaba a oler, y con el bolso, el paraguas, las llaves y por supuesto, el teléfono he salido también yo a la carrera.
Menos mal que hoy no tenía clase a primera hora. Aun así, he llegado por los pelos. Al entrar en el aula se hace más o menos el silencio. Dejo mis cosas en una mesita auxiliar, ya que no he pasado por el despacho de profesores.
—Buenos días. ¿Qué tal os ha ido…?—No acabe la frase, puesto que me fijé en la cara de disgusto de mis alumnos. Algunos de ellos se tapaban la nariz con el dedo índice y pulgar poniendo cara de asco. No entendía nada hasta que el primero de la fila de la izquierda señala el sitio donde he dejado mis cosas. Miro y la incredulidad, la vergüenza y la preocupación a un tiempo me dan un puñetazo en el estómago. Donde debería estar mi bolso hay una bolsa negra atada a la carrera de la que sale un olor fétido a pescado rancio. Miro la bolsa, miro a mis alumnos, vuelvo a mirar la bolsa y remiro a mis estudiantes. Suspiro. Agarro la bolsa y salgo del aula buscando a algún profesor que en esa hora no tenga clase y pueda hacerse cargo de mi alborotada recua de alumnos. Dejando ese asunto zanjado, salgo corriendo con la bolsa en la mano hacia el contenedor en el que esta mañana he tirado mi bolso. Encomendándome a Todos los Santos, abro la tapa. Al menos nadie se ha fijado que la loca profesora ha tirado su preciado bolso a la basura. Dejo la bolsa en el suelo. Alargo la mano al interior, pero mi brazo es demasiado corto. Miro en las inmediaciones. Nada. Me agacho sin ni siquiera pensar. ¡Ah, ya sé! Me dirijo a la frutería de la esquina. Desde la puerta le pregunto al dependiente si tiene alguna caja vacía. Perfecto, vuelvo al contenedor con el regalo del amable frutero. Coloco el cajón al lado del que contiene mi bolso. Subo primero un pie haciendo algo de presión para comprobar la resistencia. Cuando ya estoy subida verifico que para abrir la tapa tengo que tirar de una palanca que hay en un lateral o pisar una barra cerca del suelo. Intento abrir con la mano, pero no hay forma. Bajo de mi improvisado escaño. Coloco mi bolsa apestosa en la barra que hay que pisar para abrir, y nada. Allí no se mueve nada. Piso haciendo cierta fuerza y el contenedor abre sus fauces mostrándome el tesoro de su interior. Regreso a la tienda para pedirle al sorprendido frutero, otra caja de fruta, esta vez llena. El hombre me mira con los ojos como platos. Yo intento explicarle que solo es para ponerla en la barra que abre el contenedor, pero el dependiente no me deja terminar. Me muestra una caja llena de fruta en mal estado. Con algo de asco, aunque contenta con la pesada carga, vuelvo al origen de mi problema.
Observo con atención el escenario antes de empezar. En mi cabeza hago todos los cálculos. Acomodo la caja de fruta mal oliente en el pedal a la vez que mi pie abre la compuerta. En principio parece que funciona. Me subo a la vieja caja y esta vez sí introduzco medio cuerpo en el depósito. Cuando estoy tocando el bolso con la punta de los dedos escucho un grito y todo queda a oscuras.
El grito ha salido de mi boca al sentir el golpe de la tapa en mi espalda. En ese instante me encontraba sentada en el interior del contenedor encima de bolsas de basura malolientes. Palpando alrededor consigo reconocer mi preciado bolso. Lo abro y tomo mi teléfono con la idea de que ilumine algo en la instancia para poder salir. Apenas se enciende el teléfono, la compuerta se abre. Una cara entre sorprendida e incrédula se asoma. El frutero me tiende la mano para ayudarme mascullando algo entre dientes. Con gran esfuerzo consigue rescatarme.
—Señora, hay mejores sitios para jugar con el móvil. —Me grita a la vez que tiraba su caja de fruta pasada.
Un sentimiento de impotencia, rabia e indignación mezclado con un montón de vergüenza me hizo recoger mis pertenencias para irme a casa. Una vez en el calor de mi hogar me senté en esta cama, en la que mi marido escucha estupefacto mi historia.
—Y eso es todo. —Termino diciendo.
Me abraza, y se levanta, y me mira con una sonrisa contenida.
—Cariño, ¿qué te parece darte una ducha? Mientras tanto yo bajaré la basura. —Señala la bolsa maloliente que hace un rato me ha quitado de la mano.
Oleeeee y olé que relato más original Muy bien escrito Gracias
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