Mujer transparente

 Siempre fue pequeña. Nació con facilidad, sin mucho ruido, su escaso llanto lo guardaba para emergencias, como cuando a su madre se le olvidaba alimentarla. Su cuna fue un capazo de paja, el cual colgaban de la chimenea para que ningún gato la confundiera como suya.

 Crecía fuerte detrás de una madre sin marido, entre nebulosas alcohólicas. Dio sus primeros pasos tras un hermano sin sombra. Siempre callada, discreta y sin levantar la voz.

Su ingreso en una institución le hizo brillar por primera vez. Allí ninguna sombra le tapaba, ni botella alguna la ahogaba. La sonrisa nació en su cara, nutriéndose de abrazos, besos y risas. Conocida como la “ardilla bailarina” participaba en los pasacalles, bailando y tocando la pandereta. Así conoció al amor de su vida. El que la llevó al altar con una mancha y un corazón triste.

 De aquella pequeña ardilla nació una luz que quiso ser faro para ella. Apenas se atrevía a tocar a su pequeña linterna, por miedo de apagar su destello.

 Cada día, su imagen iba desapareciendo, poco a poco se comió a sí misma. Su satélite brillante deseaba verla resplandecer con ella. Alguna vez lo consiguió, pero el fulgor fue tenue.

 Transparente como era, la gente de su alrededor dejó de verla. Ella deseaba gritar, sin embargo, ya había perdido la voz.

 Su niña brillante, la veía como se ven los cristales después de la lluvia. Con la angustia de que un día desapareciese, la salpicaba de gotas de adolescencia. La regaba con chorros de primeros amores y desamores. La mujer de cristal, tan ordenada y aseada como era, se limpiaba con autocompasión. 

Su marido la besaba dejando huellas en su traslúcida existencia. Marcas que dejaba ahí hasta que el tiempo las borraba o en su afán de limpieza las quitaba sin querer.

 Según el faro salido de sus entrañas crecía, ella disminuía. Daba la sensación que en cualquier momento iba a desaparecer.

 Las canas la coronaron cuando su cuerpo encorvado y transparente quería vivir. Descubrir todo aquello, que por su falta de iluminación interior, se perdió. 

Ahora en su caminar cansado está aprendiendo a sonreír. Su cara, arrugada y quemada por el sol, se transforma al ver pequeñas luciérnagas a su alrededor. Su candil sigue limpiando el vidrio sucio, en esta ocasión de culpa, arrepentimiento y escaso amor propio. Ahora se afana en lavarla con amor y besos perdidos.




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