la amistad infantil

 En la mesa se reparten los ajados naipes. Los cuatro son aficionados, más que al juego, al rato compartido. Los recuerdos y las fanfarronadas se ponen sobre el tapete justo al lado del as de bastos.

Esta semana le toca a Alfonso ser el anfitrión. Con algo de esfuerzo por el rechinar de sus huesos, saca del armario el jamón que le regalaron en Navidad. Ramón se presenta voluntario para cortar finas lascas que degustarán con algo de vino; no mucho, para que los ánimos no se exalten en demasía.

El cuchillo jamonero se adapta perfectamente a la mano de Ramón. Una bandeja de metal al borde de la mesa será el recipiente idóneo. Un pequeño roce hace caer al suelo la fuente metálica.  El estruendo provoca que el cuchillo resbale y muerda la mano de Ramón. Alfonso, al percatarse del incidente, coge un trapo limpio e intenta taponar la herida de su amigo de la infancia. Al ver las manos de ambos manchadas de rojo, se miran y en la mente de los dos se representa la misma escena.


Dos niños de apenas siete años, con la energía y el afán de aventura de la edad, se juntaron con la idea de coger unos cuantos grillos. Llevaban una pequeña caja donde guardarían su “caza”. Ambos críos estaban concentrados escuchando el origen del esperado “cricrí”. Tumbados en el suelo, consiguieron localizar un pequeño agujero, en el que con cuidado se disponían a introducir una pequeña pajita para hacer salir al animal que allí moraba, cuando escucharon unas voces cercanas. Ocultos entre los matorrales vieron a dos hombres discutiendo. Se acercaron arrastrándose y procurando no ser vistos.

Ramón reconoció a su abuelo y al hombre con el que discutía, que no era otro que el padre de su amigo.

—Te dije que te alejases de mis tierras. Y lo único que haces es dejar que esas apestosas vacas entren y coman todo el pasto. — Gritaba colérico el abuelo del chico.

—Llegamos a un trato, ¿No lo recuerdas? —Le contestaba muy tranquilo el padre del otro niño.

—Me llevas chantajeando demasiados años, ya no voy a consentir que te salgas siempre con la tuya. Se acabó eso de meter el ganado en mis fincas y de regar de mi pozo. Si quieres algo de eso lo pagas, como lo hacen los demás. — La voz profunda y ronca del viejo asustó a Ramón, que jamás le había escuchado hablar así.

—Vale, pagaré como todos, no hay problema. Pero tu hijo sabrá toda la verdad. De todas formas ya va siendo hora de que se entere. No sé si te mirará igual cuando sepa que no eres su padre, que lo sacaste de la inclusa. Que es hijo de la puta que murió al poco tiempo de nacer él. A Marcelina también le hará ilusión saber de dónde sacaste el bonito bebé que le llevaste después del que acababa de parir no sobreviviera. — El puñetazo que recibió en la cara hizo que no siguiese el discurso.

Los niños se miraron y juntaron sus cuerpos como por instinto. No se atrevían a moverse por miedo a ser descubiertos.

El abuelo sacó la mano del bolsillo y el sol se reflejó en la hoja de la navaja. Con un movimiento rápido y certero la clavó en el pecho del hombre que tenía delante.

Alfonso al ver caer a su padre se le escapó un grito, el cual alertó al anciano de la presencia de los chavales.

En dos zancadas llegó al refugio de los chiquillos. Miró, fijamente a su nieto y con los ojos inyectados en sangre, le gritó que se marchase a casa. Tomó del cuello al pequeño Alfonso.

—Lo siento chaval, esto es lo mejor para ti. Nadie debería ver como matan a su padre— Susurró mientras levantaba la navaja ensangrentada, con la idea de cercenar el cuello de la imberbe criatura.

Un chorro de líquido rojo y caliente comenzó a manar del cuello del viejo, manchando tanto a Alfonso, que miraba todo con los ojos desorbitados, como al joven Ramón, que se había abalanzado en pos de su amigo.

Cuando el anciano cayó al suelo intentando taponar la hemorragia con sus rugosas manos, los muchachos vieron caer de nuevo al progenitor del asustado niño. Estaba herido de muerte, pero sus últimas fuerzas las usó para salvar a su pequeño Alfonso.

Los niños unieron sus manos manchadas de sangre y se miraron a los ojos. Y así los volvieron al presente los gritos de los compañeros de cartas.

Limpiaron el desaguisado, con una tirita taparon la herida y los dos susurraron las mismas palabras que setenta años atrás.


LA AMISTAD NO SE PUEDE ROMPER POR LAS COSAS DE MAYORES.






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