En la España de 1947

 El balde donde siempre lavaba la ropa tenía el agua sucia. Al alzarlo, poniéndolo con arte en la cadera, se escapó una pequeña cantidad de agua que iba formando pequeños charcos en el piso.

 En el río limpió todos los restos de sangre de aquellas sábanas, no tenía otras con las que dormir sin sentir el rasposo tacto del colchón de lana. Al regresar con la colada limpia, un uniforme verde le esperaba en su cocina. Controlando el temblor de su interior, preguntó al cabo por su presencia allí.

 — Ha desaparecido Ítalo. ¿Lo conoces verdad? —Le respondió poniéndose de pie.

 — Sí, claro que lo conozco. Me ronda hace tiempo y no me canso de rechazarlo. Le he explicado mil veces que… — La mujer calló y bajó la mirada.

— No me importan tus historias. Quiero saber dónde está. — Levantó la voz haciendo que Aurora diese un paso atrás.

— Cabo, yo a ese señor hace que no le veo…

— ¡No mientas, puta! Ítalo, aparte de ser un miembro del cuerpo, es amigo mío. Y me dijo que hoy quería pasar el día contigo. —Gritó mirando a la mujer.

 La voz grave del Cabo se encajó en el estómago de la mujer que dejó caer el balde al suelo. Lo que hizo bajar la mirada del hombre.

— ¿Qué es eso? —Le preguntó esta vez con el tono más moderado.

— Son las sábanas, y vengo de lavarlas en el río. — Respondió agachándose con la intención de volver a meter la colada esparcida por el suelo, en el barreño.

— ¡No, esto! — Y señaló los pequeños charcos que aún quedaban en el suelo, y que con las prisas Aurora no había limpiado.

— Es agua sucia. Se me cayó y ahora iba a limpiarla. — Y pensando con rapidez buscó algo que encajase como evasiva. — Estuve lavando el conejo que me regaló Cipriano ayer, y por lo visto mojé el suelo.

 El golpe que la tiró al suelo, le dolió doblemente al no ser esperado. Aunque sí adivinó la patada que le propinó en las costillas, eso hizo que se le cortara la respiración. La segunda patada fue en el vientre, a pesar de estar encogida, la bota se clavó en su abdomen. Los gritos se fueron amortiguando poco a poco. Pronto Aurora dejó de sentir. No obstante, rememoró aquella mañana con claridad.

 La mañana era soleada, Aurora se sentía tranquila y contenta, había recibido noticias de Dionisio. Su encarcelación incomprensible, la estaba volviendo loca. Ella sabía bien que pocos regresaban de la cárcel de Cuenca. Daba igual si eras inocente o no, solo con que alguien te señalase como afín a la República ya estaba condenado. 

Una sombra cubrió la luz procedente de la ventana, se le encogió el estómago. Allí estaba de nuevo aquel miembro de la Benemérita, que la rondaba como las moscas a la miel. Entró sin permiso. Aquel cuerpo grande se acercó a ella con la agilidad de una jineta. Aurora, como un acto reflejo, asió el cuchillo con el que cortaba las verduras, que usaría para cocinar el conejo regalado por Cipriano. Lo mantuvo a su espalda, empuñándolo con fuerza. El Guardia Civil la tomó de la cintura y, sin mediar palabra, unió sus labios a los de ella. Una náusea traicionera le sobrevino e intentó zafarse de los brazos del hombre; solo pudo liberar el brazo derecho, al aflojar la fuerza con que la sujetaba. El masculino brazo bajó hasta el final de la falda, levantándola y metiendo su mano, sin permiso, entre las bragas de Aurora. Sin pensarlo, la joven clavó el cuchillo en el flanco izquierdo de aquel cuerpo. Él se separó de inmediato, aunque no le dio tiempo a defenderse, ya que otra puñalada le acertó en el bajo vientre. Esto le hizo doblarse sobre sí mismo. Nuevos embistes, de la mano de una mujer asustada y cegada por el miedo, acabaron con la vida de aquel ser.  Al verse teñida de rojo y con un cadáver a sus pies, su mente maquinó, como si de magia se tratase, un plan. 

Lo más costoso fue poner el cuerpo en el carro. Tapó el fiambre con sacos de artillera, que usaban para guardar el trigo, alguno lo rellenó de paja. Lo siguiente fue lo más sencillo, con abundante agua limpió del suelo la sangre del mal nacido que le iba a arruinar la vida. Después de limpiar concienzudamente todo; se desnudó, metió su ropa y las sabanas, empleadas para arrastrar el cadáver, en el barreño y lo puso con arte en la cadera.


 El cabo sudaba cuando se percató de que Aurora ya no se movía. Aquella zorra le había sorbido el seso a su amigo, obsesionado hasta el punto de perder la cabeza. Así como la vida.

 Al notar que su amigo no volvía al cuartel, se dirigió hacia donde, le había comentado que, pasaría la mañana. Llamó su atención un carro cargado de trigo, por entonces tan escaso. Se imaginó que todos los sacos estaban llenos del preciado cereal, no obstante, al inspeccionar la carreta encontró el cuerpo del amigo de la infancia.

 Ahora tenía que pensar rápido. A su mente vino aquella peligrosa sima que no hace mucho descubrieron en una batida, buscando a los maquis escondidos. Esperó a que la oscuridad le ofreciese su abrigo, para transportar ambos cuerpos hasta aquel lugar. La mujer fue fácil de tirar por el abismo. Su amigo pesaba mucho más en sus brazos, así como en el alma. Ese peso interior era el que más costaba llevar. Cuando estaba al borde de la sima miró a su amigo y destellos de juegos, bocadillos y estudios compartidos se le echaron encima.  Aquella emoción hizo que no se percatara de la roca que había en el borde del abismo. Su pie tropezó y perdió el equilibrio. El vacío y varios golpes contra la pared de la sima le acompañaron en su viaje al más allá. Así, de nuevo, vio a aquel niño de nariz sucia y pelo revuelto invitándole a jugar al balón.



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