La pequeña lectora

 La joven Zedarri ve un escaparate preñado de libros. Colores, dibujos y letras que llaman su atención. Abre la puerta y el viento la empuja al interior. La campanilla avisa al viejo librero de que un potencial cliente está cruzando el umbral. Su gran sonrisa se desvanece al percatarse de que la clienta es demasiado joven y viene sola. El hombre  rememora su primera visita a “la casa del librero”, una librería del barrio donde vivió de niño. Este recuerdo hace que su actitud cambie. 

La niña se pasea por la tienda tocando los libros que le llaman la atención, abre alguno y se queda absorta mirando los dibujos. 

De pronto la puerta se abre bruscamente y una mujer acalorada, vestida con vaqueros y una camiseta negra con el nombre de un grupo de rock estampado en la pechera, se abalanza hacia la cría levantando en exceso la voz. Zedarri intenta explicar que le gustaría un libro nuevo; sin embargo, la que parece ser su madre le aclara que ya le compró uno hace unos meses. 

El librero escucha atónito la conversación. 

La pequeña le susurra a su progenitora que ya ha leído aquel libro y quiere otro. Los ojos en blanco y los brazos en jarras de la madre indican a la pequeña lectora que no habrá libro nuevo. 

—Sí, encima eso, lo lees y lo dejas ahí y no lo vuelves a tocar. — Le contesta a la chiquilla con voz áspera, la que se intuye que no es lectora. 

El librero alzando la voz detiene la salida de las féminas y tomando uno de los libros que la niña había ojeado, se lo coloca en las pequeñas manos. Zedarri alterna la mirada entre el hombre, el libro y su madre. Su cara se va transformando a medida que entiende que el libro es para ella. La madre, algo avergonzada, hace el gesto de sacar la cartera, el librero rechaza tocándole la mano ligeramente. Se agacha para quedar a la altura de la niña y le pregunta el nombre. 

—Zedarri.−Le contesta muy contenta.

—Mira Zedarri, si te gustan los libros, hay una casa mágica muy cerca de aquí. Puedes leer libros gratis; y al decir esto mira de reojo a la madre, e incluso te los puedes llevar para leer en casa y luego devolverlos.

Los ojos de Zedarri se abren como platos. 

—No me mires así, es verdad, parece increíble; sin embargo, es cierto. Dos calles más arriba hay un edificio entras, eliges un libro e, incluso de permiten sentarte en un sofá muy cómodo, a echarle un ojo. Además te dejan tumbarte en la alfombra para disfrutar de la lectura con más comodidad. Ese lugar tan estupendo se llama biblioteca. Búscalo te va a gustar. De momento vive las aventuras de Nur. En estas páginas viajarás a un jardín mágico, con seres increíbles… 

Se puso de pie poco a poco, ya que sus doloridas rodillas le avisaban de que el tiempo no pasa en vano. 

La madre, ya abochornada, preguntó al viejo por la dirección exacta de la biblioteca. 

—Perfecto, así no importará que lea los libros y los cambie por otros. Esta niña es muy derrochona y antojadiza. ¿O se cree que ese libro lo va a leer y volver a leer durante meses? No, lo leerá y querrá otro. — Se intenta excusar la mujer. 

—Tranquila, para eso es la biblioteca, para derrochar los libros. Los lees una vez y los devuelves. Luego coges otro que no hayas leído. — Le contesta el librero sin dar crédito a lo escuchado.

Tras la salida de madre e hija, con paso renqueante se dirige al mostrador que se encuentra al fondo de la tienda, ve un libro caído en el suelo. Al agacharse a recogerlo comprueba que es la Isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Aquel libro le retrotrajo al momento en el que su padre le leía de pequeño. Aquel fue su primer libro de verdad, el primero que leyó por sí mismo. El anciano vuelve la cabeza hacia la puerta y moviendo de un lado a otro la cabeza se lamenta de la suerte de aquella pequeña lectora.



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