El pañuelo

Asomo la cabeza por la ventanilla del tren, que ya ha tomado velocidad. El pañuelo de lunares que llevo a modo de diadema vuela perdiéndose entre los árboles que pasan cada vez más rápido por mis ojos. Vuelvo a sentarme. Ese viejo pañuelo llevaba conmigo muchos años. Respiro con los ojos cerrados. Ese es todo el duelo que le haré; con él se han ido recuerdos que ojalá se queden enganchados entre los árboles. Sin pedir permiso uno de esos recuerdos, el más antiguo, se cuela en el vagón.

La mujer alta, seria y recia abrió la puerta. Aun no lo sabía, pero un rechazo innato se fue instalando desde entonces en su corazón, a medida que yo traspasaba el umbral de la puerta. La presentación fue rápida, todos estaban ya sentado a la mesa. Había llegado tarde, por obra y gracia de un atasco. Al sentarme a la mesa noté el tenso y frio ambiente. Miré al hombre culpable de que estuviese allí, y sus ojos me transmitieron toda la confianza que había perdido por el largo pasillo de aquella casa. La conversación fue templando el ambiente. La que iba a ser mi suegra no me quitaba la vista de encima. Era como si entre bocado y bocado fuese a robar algún cubierto.

El más joven de la familia estaba ensimismado con su plato. A mí me parecía que tenía una conversación íntima con los pedazos de cebolla de la sopa. Los iba poniendo dispuestos para hacer un desfile. El "bocinazo" que su madre le regaló fue de tal magnitud que la cebolla se asustó y se zambulló en el caldo. Los ojos en blanco de la hermana que tenía enfrente, me dio a entender el hartazgo de algo que se repetía a menudo.

La comida no tenía mala pinta. Al meter confiada la cuchara en la boca, un calor intenso se instaló en mis orejas. El mar resultaba algo escaso de sal para la cocinera y creo que intentaba compensarlo con la sopa. Tras la sopa salinera, la matriarca había preparado unas carrilleras. El aspecto era delicioso, pero ya iba aprendiendo que en esa casa no se podía comer con los ojos. La mirada intensa de mi, por entonces, novio me hizo replantearme el hambre que tenía que sofocar. Mi excusa no fue bien recibida y dos pedazos de carne con abundante salsa aterrizaron en mi plato, de la mano de la cocinera. Con más miedo que hambre, llevé el tenedor con un trocito de carrillera a la boca. Cerré los ojos y me visualicé en el infierno, tragué sin masticar e iba notando el camino que la carne recorría por mi tubo digestivo. La boca se me quedó anestesiada y mis ojos lloraban la muerte de las mil guindillas que debía tener el guiso.

Así de emotiva fue la toma de contacto con la que sería mi familia política. El averno desatado en mi boca provocó mi repentina huida al baño. En la precipitación no vi al pequeño perro de la familia y cual pontífice besando el suelo, así acabé yo. El crujido de mi mano me dio el permiso para gritar toda la rabia desatada en mi interior.

Al salir del hospital condecorada con una bonita escayola en mi brazo izquierdo, la madre de mi novio, que resultó tener algo de conciencia; se retiró su pañuelo de lunares del cuello para ponérmelo a mí formando un cabestrillo, donde reposaría mi brazo durante seis semanas. Esa es la historia de cómo llegó a mí el pañuelo que ahora ha decidido viajar sin mí.






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