El Don

 Soy una persona especial, y no lo digo con falsa modestia. Desde pequeño descubrí un Don en mí. Ese Don me ha dado más de un disgusto y algunas satisfacciones. El primer disgusto y grande, fue siendo muy niño. Al tomar la mano de mi abuela sentí un hormigueo por el cuerpo y con la inocencia de un pequeño de apenas cuatro años le pregunté a mi abuela que donde estaba el bebé. ¿Dónde lo había dejado? Mi abuela me soltó como si quemase y me miró con unos ojos que destellaban algo que entonces no supe descifrar, pero que con el tiempo aprendí que era dolor, enfado y sorpresa, a un tiempo. La abuela nunca más me tomó de la mano, es más, intentaba evitar tocarme. Mi madre no le daba importancia, lo tomaba más como algo producto de mi imaginación. Era extraño, pero tocase a quien tocase inmediatamente sabía cosas de su pasado. Siempre es del pasado y nunca tengo visiones del futuro. He aprendido a callar lo que sabía. Casi siempre me traía problemas exteriorizar “mis visiones”, por llamarlas de alguna manera. 

En mi profesión me ha proporcionado gran ayuda. No lo había dicho aún, pero soy inspector de policía y además escritor. Estas profesiones, bueno, sobre todo la de policía, sí son consecuencia de mi Don. Es muy valioso tocar a alguien, y saber qué ha pasado. La de escritor fue una casualidad.

Me gusta ir a los cementerios, me dan paz y me hacen valorar lo que tengo en el presente. Un día paseando por un viejo cementerio tropecé con una rama caída y para no dar con mis dientes en el suelo me apoyé en una vieja tumba. Esa sensación ya conocida, mezclada con alguna desconocida hasta ese momento, me reveló que podía saber toda la historia de los allí enterrados. 

Así comencé a escribir historias que las sepulturas me contaban.  Un día me llevé una sorpresa tanto inesperada como dolorosa. Paseaba como de costumbre por un campo santo de un pequeño pueblo; esos son los que más me gustan, llama mi atención un nombre de una lápida. Al apoyar mi mano con la intención de leer bien el nombre, ese calor conocido, junto con la visión borrosa y hormigueo por los brazos y piernas, vino a mí sin aviso previo. Al incorporarme sabía cada detalle de la vida de Parmenio, que ese fue su nombre en vida. Un hombre fallecido hace varios años, aunque la muerte le visitó temprano. Lo primero que supe de él, me dejó sin aliento. Una mujer le miraba con tal cara de odio y asco que me hizo estremecer. Por cierto, una cara muy conocida para mí, a pesar de que entonces no estuviese cubierta de arrugas por el paso del tiempo. Era la cara de aquella mujer que dejó de tocar a su nieto durante el resto de su vida. Y en ese momento entendí la razón. 



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