Cruzar los dedos
Dos pares de pequeños ojos buscan a través del sucio cristal a quien les da de comer, al que lleva el sueldo a casa. Ven pasar bultos arropados por el frío del invierno que se acerca; sin embargo, ninguno se parece al que esperan. Inguma y Longinos se toman de la mano ante la silueta conocida que se aproxima. El sonido de las llaves en la puerta hace que de inmediato corran a la cocina. Inguma se dedica a poner la mesa, ya le han inculcado que eso es cosa de mujeres. En cambio, Longinos se afana en alimentar el fuego que ya ha calentado la estancia. Las zapatillas calientes abrazarán los pies de quien cada día sale temprano y llega tarde. La madre está calentando la cena, tras atusarse los cabellos.
Todos están atentos al modo en el que suenan sus pasos. Esta vez vuelven a ser tambaleantes y su grave voz resuena por el pasillo tras tropezarse de nuevo con el paragüero.
Los moradores de la casa se miran y contienen la respiración. La brisa que entra al abrir la puerta de la cocina, hace que suelten el aire retenido. Cada cual ocupa su lugar sin levantar la mirada.
_ ¿Qué pasa? ¿Un hombre no tiene derecho a que sus hijos lo abracen? Ni un mísero beso dan a su padre.
Los críos raudos van a darle ese beso que no merece y para recibirlo ha de mendigarlo. Él los recibe con orgullo, sabedor de merecerlos. Fija su vista, aún embotada por los vinos compartidos, en su mujer y sacudiendo a sus hijos cuan moscas, se abalanza sobre ella. La manosea. Le estruja un pecho con su ruda mano. Ella intenta zafarse de él, intentando no mirar a los involuntarios testigos.
_ ¡Bah! Tengo hambre. ¿Qué hay de cena? _ Le pregunta propinándole un empujón que le hace trastabillar.
_ Vaya mierda de sopa. No sé cuándo vas a aprender a cocinar. ¿Y tú, mocosa que miras? Le grita intentando agarrar a la chiquilla que espabilada, se escurre y sale corriendo.
_ Aprende chaval, a las mujeres hay que tratarlas con mano dura; si no se te subirán a la chepa. _ Grita dirigiéndose a su vástago.
Al rato los sonoros ronquidos son la señal de que la paz vuelve a la casa de Inguma y Longinos. Los pequeños se van a la cama sabiendo que mañana todo volverá a empezar.
Al despertar, los pequeños corren a su ventana, en ella sueñan.
Su sueño preferido es aquel en el que la figura borrosa y tambaleante, de última hora de la tarde, no aparece. Nunca regresa. Al expresarlo en voz alta, se miran sonrientes y cruzan los dedos para invocar a la buena suerte.
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