Cuadrúpedo

 Vamos camino del pueblo. Los cuatro en un coche sin aire acondicionado, pero con una radio de donde sale música (de la buena, como dice mi padre) A mí me gusta ir mirando el paisaje, y soñando historias. En esta carretera poco transitada, con un paisaje algo árido, veo a lo lejos una mancha negra. Según nos vamos acercando voy distinguiendo el famoso “Toro de Osborne”. Cierro los ojos y rememoro el episodio de mi vida que tantas veces me ha contado mi madre. 

Siendo mi abuelo, como era, mayoral de una finca donde se criaban toros de lidia; solíamos pasar mucho tiempo en aquel campo. Dicho sea de paso, estas tierras son áridas y en ellas la vegetación que crece son matorrales y alguna que otra encina. Estos árboles, aparte de proveer de bellotas a los morlacos y dar una buena sombra a sus cuidadores, son un gran refugio cuando uno de estos animales se enfada. Más de una vez mi abuelo ha tenido que trepar a dicho árbol para evitar ser corneado. A lo que voy, que me distraigo. Siendo yo poco más que un bebé, justo andaba, tambaleándome. Mi madre salió de la pequeña casa, para dar un paseo por los alrededores. Por supuesto, yo fui detrás, hasta que mi madre se percató y me tomó de la mano. Cuando apenas se veía la casa, le entraron unas ganas tremendas de orinar. A pocos metros de ellas vio un socavón en el suelo, cubierto con algunos matorrales, y allí se dirigió decidida a vaciar su vejiga. Cuando estaba agachada y a punto de terminar, escuchó muy cerca de ellas un ruido de pisadas y unos resoplidos que le alertaron. Se subió rápidamente el pantalón, que con la prisa y el susto quedó algo mojado. Despacio y con cautela asomó la cabeza entre los matorrales y justo frente a ellas había un precioso astado, calculó que andaría cerca de los 500 kilos. El toro se volvió hacia ellas, curioso y sorprendido. Las miró y dio un par de pasos como para cerciorarse de que, efectivamente, allí había unas personas. Su pata delantera comenzó a escarbar en el suelo y su hocico comenzó a emitir unos ruidos rítmicos que a mí (según mi madre) me debían hacer mucha gracia, pero a mi madre le asustaron muchísimo. El animal bajó la cabeza y siguió rascando el suelo, esta vez con más velocidad. Mi madre llamaba a mi padre, curiosamente, gritaba susurrando. Me abrazaba y me decía al oído que no llorase. Y yo ahora sí, ya me empezaba a asustar, no sé si por el toro o por ver a mi progenitora en ese estado de nervios.  En un arranque de valentía, inconsciencia o desesperación, la mujer me dejó en el suelo, se puso de pie bruscamente y gritó “ey toro”, elevando sus brazos y moviéndolos con la energía que le faltaban a sus piernas. Este levantó su cornuda cabeza y con un quiebro dio la vuelta sobre sí mismo y salió corriendo en dirección contraria a nosotras. 

Mi madre me cogió en brazos y corriendo se dirigió hacia donde estaba el resto de la familia. A pocos metros de llegar cayó de rodillas, agotada, y lloró como si todo el miedo pudiese salir con sus lágrimas. Mi padre se percató de que algo pasaba y corrió hacia nosotras, mientras miraba alrededor para intentar adivinar qué había pasado. 

Cuando ya calmada contó lo que nos había sucedido, mi familia se llevó las manos a la cabeza al visualizar el drama que habíamos estado a punto de protagonizar.


Ya no hay toros en mi vida, solo esos carteles que me hacen rememorar tantas aventuras contadas por mis padres, mis abuelos y mis tíos.



Comentarios

  1. Que agónico ha sido este relato Lo he leído casi sin respirar Lindos recuerdos Gracias por recordarme esos toros metálicos de carreteras que ya sólo están en nuestras memorias

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  2. Que magia tienes para acercarnos a muertes niñez

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  3. Animales tan grandes que asustaban ,aunque fueran mandas vacas de leche.

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