Un trabajo de verano

 He pasado un día estupendo en las piscinas municipales, como siempre, están muy concurridas. Al salir me fijo en un chico delgado con cara sonriente, que todos los días entra cuando el resto nos vamos. Este chico trae a mi memoria aquel primer verano.

Con mi mayoría de edad recién estrenada, ayudaba a mi padre a preparar el coche para el largo trayecto hasta el pueblo. Mi teléfono suena y el descolgar, mi amigo Baudilio, me dice que están buscando un chico para trabajar de bedel nocturno en las piscinas municipales. Mi padre, que está oyendo la conversación, me indica con gestos exagerados y con una gran sonrisa que acepte. A Baudilio le pregunto que dónde hay que ir, y tras un rato de conversación cuelgo. Miro a mi señor padre (a estas alturas se ha ganado el título de Señor).  Antes de que me dé tiempo a abrir la boca, él me salta muy campechano, que ya es hora de que empiece a ganar para mis gastos. Así fue como me quedé sin mis dos meses de asueto en el pueblo; para dedicarme a una labor hasta ahora desconocida.

Mis primeros días fueron aterradores. Cuando se desaloja el recinto, mi cometido era ir cerrando puertas después de verificar que nadie se había quedado dentro. Tenía un manojo de llaves, que ni el mismísimo San Pedro envidiaría. Sonrío al recordar como colocaba las llaves en orden entre mis dedos. Entre el índice y el corazón, la llave de la primera puerta; entre el corazón y el anular, el de la segunda y así sucesivamente. Pareciera que iba a entrar en una batalla de Kung-fu, pero la verdad es que había comprobado que así tardaba mucho menos en recorrer las estancias largas y oscuras por las que mi corazón se desbocaba.  Cuando llegaba a la sala donde pasaba la noche soltaba de una vez todo el aire retenido por el miedo. Una noche, al pasar de una caseta a otra, vi a lo lejos unos pequeños puntos rojos moviéndose. Aferré con fuerza mi arma reglamentaria. Sí, claro que llevaba un arma; se trataba de una linterna de unos treinta centímetros que para cualquiera resultaría incómoda, pero a mí me daba una seguridad de una "Glock". Como iba diciendo, aferré fuerte mi "arma" y según me acercaba me percaté de unos ruiditos provenientes de las luces móviles, como risas ahogadas. Tomé aire para insuflarme valor y apunté el haz de mi linterna a los misteriosos puntos rojos, ese fue el momento en el que unos cuantos chavales salieron corriendo haciendo desaparecer los puntitos incandescentes de sus cigarros. Sin saber si reír o llorar por el miedo pasado me dirigía a mi garita, cuando escuché algo raro. Un sonido proveniente de una de las piscinas. No era el sonido de un chapoteo al uso. Con piernas temblorosas me dirigí hacia el origen de mi nuevo motivo de preocupación. Poco a poco me acerqué a la piscina grande, el sonido era intermitente, ahora sí se escuchaba un chapoteo, pero era tan sutil, que había que estar muy atento. Entre chapoteo y chapoteo se escuchaban pequeños chirridos como una puerta sin engrasar. Levanté mi brazo encendiendo mi linterna y lo que descubrí en el agua me dejó sin respiración. Al principio me quedé paralizado, aunque pronto reaccioné y me dirigí corriendo hacia donde se guardan los utensilios de limpieza. Allí cogí rápidamente esa especie de caza mariposas que hay en toda piscina que se precie de serlo, y volví corriendo al lugar donde estaba a punto de suceder una gran tragedia. Poniendo la luz en el suelo, alumbrando al agua, tomé la red por el mango y me centré en "pescar" a las dos pequeñas ardillas que a punto estaban de ahogarse. Al fin, las conseguí sacar y en cuanto las puse en tierra firme salieron corriendo como almas que lleva el diablo. Un poco indignado, por tan poco agradecimiento por su parte; les grité un "de nada" mientras recogía los bártulos usados para el rescate. Era el turno de recoger las taquillas, donde los bañistas guardan sus enseres mientras disfrutan del bonito día de piscina. Esta estancia sería sin duda la única que me proporcionaría grandes alegrías durante ese verano. En el cuarto de taquillas pasé mis mejores momentos, desde que descubrí que revisar los pequeños armarios aumentaba mi salario. A la gente se le olvidan muchas cosas en su interior, o simplemente se les cae de los bolsillos. Sin embargo, eso no fue lo mejor de comprobar las taquillas. Hubo una en especial que me alegró aquel verano. La taquilla treinta y tres. En ella un día encontré una nota que decía "sonríe" y no se me ocurrió otra cosa que añadir "ya lo hago" y dejarla allí. No sé por qué lo hice. El caso es que al día siguiente la nota seguía allí, pero habían añadido la frase "cada día". Yo volví a escribir ¿para qué?, así fue como en esa taquilla se inició un diálogo que me alegró el verano. 

"Sonríe", "ya lo hago", "cada día", "¿Para qué?"," Para iluminar el día", "trabajo de noche", "lo sé", "entonces", "también vives de día", "pero estoy cansado", "¿sonreímos juntos una tarde?".

De la taquilla treinta y tres saqué al que hoy es mi compañero de cama, de viajes, en definitiva mi compañero de vida. 



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