Miranda de Ebro

 En el mes de agosto quedan pocas patatas, y las que nos quedan están casi todas “subidas” y arrugadas. Aún y todo en el campo de concentración de aquí al lado, nos compran todas, incluso las podridas. Ellos las seleccionan y las que están sanas las llevan a un almacén y las demás las meten en otro. 

Hace unos días viví lo que nunca creí posible ver. Llevamos el carro lleno de sacos de patatas, nos ayudaron a descargarlas unos hombres famélicos. Me fije que algunos se metían en los bolsillos algunas de pequeño tamaño, incluso vi como uno se metía en la boca una, medio podrida; y al percatarse de que le había visto, me guiñó el ojo. 

Terminada la tarea, recogimos los sacos vacíos que había por allí y las mantas que usamos para tapar la mercancía, dejándolo todo dentro de la carreta. Cuando teníamos todo recogido me di cuenta de que aún había un saco bajo el carro; me costó sacarlo ya que se había enganchado en la rueda. Al dejarlo junto a los demás me percaté de un leve movimiento entre los sacos. Fijándome un poco, vi una cara escuálida, con barba de semanas, unos ojos hundidos que me miraban con terror y unos labios a los que se acercó un dedo haciendo el internacional gesto de silencio. Me asusté y levanté la cabeza para comprobar que solo yo lo había visto. Temblando recoloqué la manta sucia y roída que llevamos junto con los sacos. El color abandonó mi rostro, si bien nunca llevo una sonrisa a ese tenebroso lugar, donde mi padre dice que solo hay rojos y maricones, en ese momento mi cara debía gritar que algo pasaba. Subí al pescante junto a mi padre, nos pusimos en marcha y mi padre me mira con compasión. Él sabe que me afecta ver como sufren esos hombres, aunque piense que los tienen encerrados por traidores. Me echa un brazo por los hombros y me atrae hacia él hasta que apoyo mi cabeza en su hombro. Ese momento aprovecho para mirar de reojo a nuestra furtiva carga. 

Al llegar a la garita que nos separa del camino que va hacia el pueblo, un soldado se acerca y se asoma al remolque. Con un gesto rápido tira de la manta y la cara del preso aparece bajo ella, yo grito de susto de rabia y de pena, y solo veo como tras un estruendo cae sobre los sacos de artillera vacíos, la cabeza del hombre, ya sin vida. No puedo apartar los ojos del agujero que tiene en la frente. Mi padre gritando palabras malsonantes hacia el infeliz, le da las gracias al soldado ayudándole a descargar el saco de huesos que antes me sonrieron y me imploraron piedad con sus ojos.



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