Por una taza de chocolate
Iker y Ander van de la mano de su padre hacia el coche. Acaban de pasar un día estupendo con sus abuelos. Siempre lo pasan genial con ellos. El abuelo es muy divertido y la abuela hace los mejores bizcochos del mundo, aunque esto no se lo pueden decir a su padre. Él no puede tomar dulces, porque se pone muy malito.
_ ¿Chicos qué tal lo habéis pasado hoy? Les pregunta sin mirarlos. ¿No habréis merendado? Ya sabéis que luego no cenáis. Y la abuela no os ha dado dulces ¿no?
_ No, aita. La abuela Lindelia sabe que no nos tiene que dar dulces. No hemos merendado. Y nada de dulces. Respondieron mirándose de reojo.
Iker el más pequeño quiso aclarar que a él no le gustaba el chocolate, pero su hermano le fulminó con la mirada justo cuando abría la boca.
Cuando llegaron a casa de su padre, la cena estaba preparada. Había ensalada y pechuga de pollo. Los niños comieron charlando de la película que habían visto en casa de sus abuelos. Ese día su padre estaba especialmente callado. Seguro que había discutido con la abuela. Algo habían oído. Que si los dulces, que si pasar página… Ellos no entendían muchas cosas, pero no les gustaba que su padre discutiese con todo el mundo. Él cuando no estaba enfadado era divertido, les llevaba a navegar y al circo en verano. En invierno iban a esquiar y a patinar.
_ Ander ayuda a tu hermano a ponerse el pijama. Y yo os preparo la leche. Le dijo a su hijo mayor.
Mientras los niños se ponían los pijamas él sacó dos vasos y los llenó de leche, mientras se calentaban en el microondas, sacó del bolsillo el blíster de las pastillas que su madre tomaba para dormir. Había conseguido cogerlas sin que se diera cuenta, justo antes de que empezase con su perorata de pasar página. ¿Cómo quería que pasase página? Tenía dos hijos con aquella zorra. Solo pensaba en cómo hacerle sufrir. Ella le había dejado por otro. Eso no se lo iba a perdonar nunca. Por fin había encontrado el modo de hacerle daño. Sufriría el resto de su vida, no lo iba a olvidar mientras viviese. Lo único que sentía era que no disfrutaría su venganza. Aplastó dos pastillas y las echó en ambos vasos. Se disolvieron perfectamente. Con una bandeja con dibujos de Mickie Mouse se acercó a la habitación de sus hijos. Puso en la mesilla los vasos y mientras se los bebían, él les leía el cuento de" El rey y el ratón". Esta vez se quedaron dormidos muy rápido, no hubo peticiones de agua ni de otro cuento.
Fue a la cocina de nuevo y de la nevera sacó su boli de insulina. Estaba usado, le quedaban 140 unidades, y las tenía que repartir bien. Con lo poco que han cenado y su peso les bastarán 20 unidades. Pensaba mientras se inyectaba él 100 de esas unidades. Bebió un poco de agua y sacó un cuaderno del cajón donde guardaba de todo. Allí escribió la despedida a su exmujer. "Va por ti, zorra".
Comenzaba a notar un frío que reconocía perfectamente. Se dirigió a la habitación de los niños, los vio dormidos y a punto estuvo de volverse atrás, pero el recuerdo de su mujer diciéndole que la relación se había acabado, que ya no le quería, le dio las fuerzas necesarias para seguir. Cargó el boli con 20 unidades y se acercó a Iker le destapó y se lo inyectó en la pierna. Ya estaba hecho, tenía que seguir. Con las manos temblorosas por la hipoglucemia que ya empezaba a notar, cargó con lo que quedaba el boli y destapó a su hijo mayor y subiendo la pata del pantalón le descargó la insulina, aunque no pudo vaciar el cartucho ya que le estaba afectando la que él se había inyectado.
Al día siguiente, después de llamar infinidad de veces tanto al móvil como al teléfono fijo, la abuela decidió ir a casa de su hijo. La abuela abrió la puerta y se dirigió a la cocina. Vio los platos de la cena sin recoger. Y unas pastillas que a ella le sonaban mucho. La noche anterior no las encontró por ninguna parte, y era su último blíster. Leyó la nota que su hijo había escrito en ese viejo cuaderno y se le puso un nudo en la garganta, y se dirigió a la habitación donde sus nietos dormían cuando se quedaban con su padre. Allí vio la escena más tranquila y a la vez espeluznante que podía ver. Su hijo tirado en el suelo, con el boli de insulina en la mano. Sus nietos dormidos como dos angelitos. Tocó a Iker y dio un brinco de la impresión. Estaba frío como el mármol. Se giró y al tocar al mayor de sus nietos lo notó tibio. Le puso dos dedos en el cuello y notó un débil latido.
Dos días más tarde se ofició el funeral de Iker, al que acudieron infinidad de personas. Conocidas y desconocidas que querían apoyar a una madre víctima del peor de los tormentos. Una hora más tarde se celebraba otro funeral, el de un padre que solo pensaba en la venganza, en hacer daño. A este segundo funeral solo fueron dos personas, los padres del finado, que no querían creerse que su hijo hubiese cometido tal atrocidad.
No era por las miradas de rechazo de la gente, ni por la culpabilidad que sentían cada segundo, era por no haber podido salvar al menor de sus nietos. Si esa tarde hubiesen insistido en que tomase una taza de chocolate con bizcocho, como lo había hecho su hermano, quizá la tragedia hubiese sido menos tragedia. Todo por una taza de chocolate.
Ángela muy bien escrito y nos has encogido el alma un besazooo😘😘😘
ResponderEliminarPasar página que importante Maravilloso y desgarrador relato Muy bien escrito y expresado Por desgracia
ResponderEliminardemasiado real y actual Gracias Angela Me gustaría y desearía que este relato llegase a mucha gente y que pudiera PASAR PÁGINA