El juguete más preciado

 Kioni es la mujer keniata que cuida a mi madre. Es dulce y paciente con ella. Reconozco que no es fácil tratar la mujer que me dio la vida. Un día estábamos tomando un café en la cocina, hablando de naderías, cuando me preguntó cuál era el juguete que más ilusión me había hecho en mi vida.

 En ese momento me retrotraje a aquel séptimo cumpleaños, donde recibí a Emilia. Yo quería una muñeca diferente a todas las demás. Quería que fuese especial y que quien la mirase supiese que era mía. Y ya lo creo que así fue. Emilia, mi muñeca, era negra.  Era del tamaño justo, ni grande ni pequeña; tenía los ojos verdes y el pelo rizado. Yo la vestía con los vestiditos que mi abuela le hacía, y con los que mis torpes manos confeccionaba con los retales que a mi madre le sobraban de su trabajo. Mi tía Ana me regaló un pequeño capacho, que en principio era para jugar a las compras, pero que sirvió de transportín a mi Emilia. La llevaba a todos los lados conmigo. Recuerdo que le hice un vestidito de cuadros verdes y blancos, con la tela de una bata que ya no me valía. Estaba preciosa. La tuve durante muchos años. 

Kioni me miraba con los ojos como platos mientras yo le contaba la historia de Emilia.

_ ¿Aún la conservas? Me preguntó en ese español con acento tan marcado. 

Yo sonreí y negué con la cabeza. Y seguí mi narración. 

Cuando ya era mayor, vino a casa una hermana de mi madre, mi tía Esther, que era monja misionera. Ella me contaba cómo vivían en los lugares de donde ella venía. Acababa de venir de un poblado del Congo y me contó como los niños no poseían nada. Cómo jugaban con pelotas hechas de trapos viejos, y las niñas no sabían que eran las muñecas, ya que desde pequeñas cuidaban a sus hermanos más pequeños. También que los orfanatos no poseían más juguetes que los cedidos por algún blanco que iba por allí o por los pocos que ellas, las monjas, llevaban cuando volvían de visitar a su familia. A mí se me rompió el corazón y le di a Emilia. No supe nada más de ella. Mi tía no volvió, ya que le cambiaron de misión y pocos años después murió.

Kioni, se levantó de su silla y tras comprobar que mi madre aún seguía plácidamente dormida, entró en su habitación. Yo me puse a recoger las tazas y a limpiar la mesa, pensando que Kioni se tumbaría un rato a descansar. A veces era imprevisible, hacía cosas que yo no comprendía, pero había desistido de intentar entender, solo aceptaba sus diferencias. 

Mientras fregaba las tazas, noté su presencia y al volverme la vi con una gran sonrisa en la cara y con algo en las manos. Al fijarme bien, vi una muñeca negra con un bonito vestido verde. El corazón me dio un vuelco. Y con lágrimas en los ojos tomé entre mis manos aquel retazo de mi infancia, y le invité a que me contara su historia. Y comenzó. 

Era muy pequeña, cuando una monja llegó nueva al poblado donde vivía con mi familia. Yo aún no había ido a la escuela, ese año comencé. Sor Esther, que así se llamaba aquella monja, iba a ser mi maestra. El primer día nos hizo presentarnos, decíamos nuestro nombre y el de nuestra familia. Fue divertido y diferente, nunca me había presentado como si fuera una chica mayor. Con ella solo íbamos las niñas, ya que los niños estudiaban con el padre Julián. Una semana más tarde trajo un paquete a la clase y dijo que sería para la niña que menos faltase a clase y que al finalizar el curso supiese leer y escribir su nombre y el de su familia. Todos los días veíamos el paquete envuelto en papel de colores, encima de la mesa de Sor Esther. Cuando faltaban pocos días para acabar el curso, yo ya sabía escribir mi nombre, el de mi familia y el del resto de las niñas. La monja me llamó un día y me dijo 

_ Kioni, tú eres la que se ha ganado el premio, y me alegro mucho, pero me entristece no tener para las demás. 

_ Sor Esther, eso no es problema, yo compartiré lo que haya en ese paquete con todas. Le dije con mi amplia sonrisa. 

Entonces fue cuando delante de todas abrí mi premio y me enamoré de Fathiya, que es el nombre que le puse a esta preciosa muñeca, y que significa Victoria. Durante el día una niña se llevaba a Fathiya con ella y por la noche siempre me la devolvía, así hicimos durante muchos meses, incluso después de que Sor Esther tuviese aquel accidente. Luego las niñas se fueron cansando de llevársela y la tuve para mí sola y como ves me ha acompañado siempre. 

Me alegro tanto de ver de nuevo a Emilia, bueno Fathiya y que fuese tan querida por tantas niñas. Después de oír su historia mis ojos ya no aguantaron las lágrimas. Y con cuidado le devolví la vieja muñeca a su dueña, pero Kioni me cogió mis manos ocupadas con el preciado tesoro de mi infancia, entre las suyas y me las empujó hacia mi pecho y me susurró. _ Ha vuelto a su casa. 



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