El Caballero

El caballero cuya armadura abollada por mil batallas ve a lo lejos su morada, hace un alto en el camino para encontrarse con su fiel amigo el fraile  de hábito impoluto y cabeza tonsurada; cuyo corazón late por el guerrero que le visita tan de mañana.

Un buen plato y un vaso de vino, le ofrece con amabilidad y movimientos inseguros.

_ ¿Dónde vas tan temprano Julián? Le pregunta con esa confianza que hace tiempo ya les une.

_ Hoy parto para el sur, no sé cuándo volveré. Si es que vuelvo.-le responde cabizbajo el guerrero, sabiendo que probablemente sea la última  vez que vea al fraile en esta vida.

_ Si te trasladas al sur, quizá pueda pedir un nuevo destino. En el sur hay muchos monasterios que tienen falta de buenos cocineros y frailes que se encarguen de los enfermos. Le mira suplicante con su mirada.

Pero el guerrero le mira fijamente a los ojos donde se refleja el mismo sentimiento que el fraile tiene prohibido, y le susurra. Mi padre me manda al sur, pero no a combatir. Me voy a casar con una dama de alta nobleza a la cual destinaron para mi desde la cuna. Me casaré y moriré para ti, es mejor así.

El fraile pálido como la leche que está a punto de servir, le mira y no contesta. Ya no necesita saber más . Bueno si sólo una cosa más ¿ Tú la amas?

El guerrero agacha la cabeza y murmura entre dientes, eso ya da igual. Mi deseo es no volver a verte. No volver a sentir este pecaminoso sentimiento.

El fraile con los ojos llenos de una rabia incontrolada le grita: Los sentimientos puros no son pecaminosos. Los ojos y oídos impuros eso si es un pecado mortal. Y dándose la vuelta desaparece por la pequeña puerta de madera que separa la cocina de las estancias privadas del monasterio.

El guerrero deja la leche en el cuenco por miedo a que se le agríe en el estómago y sale de la estancia con el alma pesada y el corazón roto. Él, ya sabe que nunca olvidará a su fraile, que el destino cruel, los separó nada más unirlos.

Su armadura ahora le pesa más. Sube a su caballo y se aleja, dejando dos ojos mojados que se le clavan en la espalda viéndole partir.


Años más tarde…


Un chiquillo de unos cinco años llega al convento de una comarca perdida del sur de España. Es un pequeño rubio y tímido. Un fraile orondo y con mirada triste lo recibe y le da la bienvenida. El chiquillo está muy sucio y delgado. El fraile llena un barreño con agua tibia y mete a la criatura con cuidado. Lo trata como a un jarrón frágil, sus ojos le miran muy dentro. Esos ojos marrones le son ligeramente familiares. Después del baño el chaval toma una buena comida y se queda dormido encima de un saco de harina.

El hermano que lo ha traído les cuenta la triste historia del niño. El pequeño vivía en un palacio de una ciudad cercana. Un incendio provocado por los enemigos de la familia de su madre, acabó con el palacio. Pero su padre cuando no tenía ninguna oportunidad de salir de allí tiró al niño por un ventanuco que daba a un lago. El crio cayó al agua salvando así la vida , pero perdiendo todo lo demás incluida toda su familia. Todos estaban reunido en una celebración del abuelo paterno, un hombre del norte. El caso es que así me lo encontré en un camino y poco a poco me fui enterando de lo sucedido. El chiquillo es poseedor de tierras y bienes pero está solo en el mundo. Y antes de que rufianes egoístas lo encerrasen en algún tugurio para quedarse con sus bienes , lo traje al convento para cuidarlo hasta su mayoría de edad. Sus bienes los pondré a buen recaudo con un hombre que viajara al norte y es de  fiar.

El fraile cocinero se quedó con el corazón encogido y con el alma revuelta. Cuando el pequeño se despertó, le miró con esos ojazos grandes y marrones y le regaló una tímida sonrisa. El religioso se acercó muy despacio sonriendo a su vez y le dijo. ¿ Como te llamas? El chaval amplió la sonrisa y dijo con un aplomo no propio de su edad, Mi nombre es Julián, como el de mi padre.

 


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